lunes, 22 de febrero de 2010

El peso de las declaraciones


Por Ricardo Higuera Mellado

Cuando lentamente comenzaba el fin de una nueva celebración de cumpleaños, los diez amigos que quedaban para compartir con el festejado, se sentaron a descansar luego de haber bailado, alegres y entusiastas, y de haber conversado de una y mil cosas –dentro de las posibilidades que daba el alto volumen de la música-. Como suele suceder, pequeños grupos comenzaron a articular una conversación. Se reconocieron y comenzaron a entablar un diálogo bajo un lenguaje común, con determinados códigos, intereses y puntos de vista. Algunos recordaban episodios de la fiesta; otros, que se conocían hace muchos más años, hablaban de sus días en el colegio o de los pendientes que tenían en su trabajo para la semana entrante.

Sin embargo, uno de los que estaba ahí esta noche, se quedó sentado en un sofá, solo, mientras bebía los últimos sorbos de lo que parecía ser una bebida desvanecida. El ambiente seguía relajado, con carcajadas cada cierto rato, con algunas canciones que sonaban más fuerte y con los pocos pasos que algunos asistentes se a atrevían a dar luego de horas de baile. El invitado “automarginado”, comenzó a mirar con más interés a los distintos grupos, a ver de qué forma podía ingresar a alguna de esas conversaciones. Pero no lo conseguía. Se acercaba a un grupo, observaba, escuchaba y luego se iba a otro. Luego de pasar por todos, y sin hablar, decidió volver a su sillón. La celebración seguía, pero él no lograba integrarse. Quizás un poco frustrado, se paró abruptamente del sofá, fue hasta el equipo de música y, sin previo aviso, bajó el volumen a cero.

Ante tan brusco cambio de escenario, en muchos grupos se interrumpió la charla. Se comenzaron a mirar en busca de una explicación. Hasta que el invitado tomó la palabra: “Miren, la verdad a mí no me interesa si lo que les voy a decir les molesta o no. Pero yo soy así y al que le guste bien. Al que no, se aguanta”. Primera declaración. “Algunos me conocen y saben cómo soy. El resto no me interesa, pero si tengo algo que decir, lo digo y listo”. Segunda declaración. “No me gusta que haya grupos separados si estamos todos celebrando. Creo que eso genera mala onda y no me siento cómodo”. Tercera declaración. Y final.

Para algunos de los que estaban en la celebración, ésas tres declaraciones fueron la carta de presentación de este invitado. Era primera vez que lo veían, que compartían con él un espacio tan especial e íntimo como un festejo. Era la primera vez que se enfrentaban a alguien que optaba por ese comportamiento para dar a conocer sus puntos de vista. Y como era de esperar, para gran parte de ellos, incluido el homenajeado, se produjo una situación inesperada e incómoda.

Los seres humanos utilizamos las declaraciones para establecer nuestra posición en el mundo. Desde lo que argumentamos como parte de nuestra estructura física, mental, sentimental o de experiencias vividas, vamos construyendo nuevos escenarios, estableciendo nuevas relaciones, articulando nuevas conversaciones o dejando de lado aquellos espacios y personas que escapan de lo que nuestros objetivos e intereses.

Autores como Rafael Echeverría -en su libro “Ontología del Lenguaje”- han abordado el poder de las declaraciones, agrupándolas en seis: la declaración del sí, del no, de la gratitud, de la ignorancia, del amor y del perdón. Cada una de ellas implica una revelación de la constitución de hombres y mujeres; cada una de ellas permite mostrarnos tal cual somos y qué es lo que pensamos respecto de distintos aspectos de la vida humana.

A través de las declaraciones se van generando códigos de relación que cobran mayor o menor fuerza dependiendo de las comunidades a las que están dirigidas o de las situaciones en las que se realizan. Y esta característica determina los niveles de comportamiento que vendrán a futuro.

Las declaraciones tienen una potencia muchas veces no considerada. Y ahí está, tal vez para muchos, el punto central. Así lo expresa Echeverría en su texto, al declarar: “Después de haberse dicho lo que se dijo, el mundo ya no es el mismo de antes. Éste fue transformado por el poder de la palabra”. Este análisis nos lleva a pensar que no basta con pararse frente al mundo –o ante pequeñas comunidades, como en este caso - y hacer declaraciones sin tener conciencia de los efectos que pueden tener. Es importante saber que en la medida en que se hacen declaraciones de cualquier tipo, estamos transformando el mundo propio y el que estamos compartiendo diariamente.

Luego de estas tres declaraciones, se generó un silencio generalizado y los invitados cruzaron miradas, tratando de encontrar una forma de salir de esa incómoda situación. Se generó una nueva realidad a partir de lo que ese invitado dijo. Algunos se molestaron; otros, en tanto, no hicieron mayor caso y decidieron continuar con las conversaciones que habían comenzado minutos antes de la interrupción. Y esto se relaciona íntimamente con lo que argumenta Echeverría: “… para hacer determinadas declaraciones es necesario tener la debida autoridad. Sin que tal autoridad haya sido concedida, estas declaraciones no tienen validez y, por lo tanto, no tienen tampoco eficacia”.

El inesperado episodio se convirtió en una situación embarazosa, que sólo pudo ser revertida por el festejado, la persona más autorizada para intervenir. Se acercó a hablar a su amigo y luego de un par de minutos, el invitado llegó con una disposición distinta, pidió disculpas por el exabrupto y se dio el trabajo de encontrar puntos de conexión que le permitieron entablar distintas conversaciones en lo que fue quedando de esa celebración.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Una conversación invisible habita entre nosotros

Por Francisca Aguilar González

Imaginemos y experimentemos con atención nuestro cuerpo
A lo lejos vemos que viene hacia nosotros una persona que ubicamos o que conocemos por esas casualidades de la vida.

Posibles razones: Porque vive en el barrio. Porque compramos el mismo café con una gota de leche todas las mañanas en el Restauran El Paseo y luego tomamos el metro a las 9:00 de la mañana. Porque suele aparecer y desaparecer de mi ventana cada vez que saca a pasear a su perro todas las noches cuando me dispongo a cenar o sencillamente, porque todos los sábados por la mañana compramos chirimoyas en la verdulería colorida de calle Bellavista.

Sin saber la razón o el motivo, e independientemente de las circunstancias cotidianas indicadas, cada vez que vemos a esa persona, algo sucede en nosotros. El cuerpo comienza a cambiar su “estado” de quietud. El ritmo cardiaco se agita, la respiración se acentúa, las fosas evidencian contracciones cíclicas. El tono muscular del rostro reúne nuestras cejas, la rigidez de la mandíbula se transporta hacia el cuello y las extremidades. La sangre fluye llenando cada espacio, preparándonos para un ataque que es evidentemente innecesario. Todo parece fluir de manera rápida y sin saberlo o identificarlo, hemos comenzado a experimentar la emoción de la rabia.

Después de sucedido el “acercamiento” que provocó dicho huracán en nuestro interior y exterior, nos quedamos pensando porqué aquella persona nos agita y transforma nuestro estado de “tranquilidad” en uno de “alerta”.

Las historias van conformando parte de nuestra memoria emocional, que es forjada desde nuestro relacionar con “otros” seres humanos, quienes a su vez de manera integrada e individualmente asimilan o experimentan “estados” emocionales que pueden “revivirse” si nos hallamos en una situación que nos conecte con una historia similar.

Es posible que esa persona que vemos caminar hacia nosotros, sea parte de una vivencia compartida o quizás lo proyectado por ella nos conecte con una instancia compleja donde la “rabia” fuera nuestra emoción dominante.

Las emociones –en el caso de las denominadas “básicas”- vienen con el ser humano, son universales, están en cada uno de nosotros sin discriminación, no las aprendemos ni las creamos desde la experiencia cultural, sólo están. Aquí la alegría, la rabia, la tristeza, el miedo, el erotismo y la ternura, son parte de nuestra configuración como seres vivos, determinando nuestra forma de estar en el “presente” y ese “cómo” comunicarnos con el mundo.

La conversación invisible
Al leer a Susana Bloch, una estudiosa de las emociones y creadora del método Alba Emoting, se descubre algo potente y clarificador que puede ayudarnos a entender aún más la naturaleza humana. Bloch precisa que cada emoción, en cierto grado, es necesaria y válida, e incluso – y lo más importante- debe ser vivida como tal.

Muchas veces ocurre que al sentirnos tristes o acongojados, buscamos algún amigo para conversar, de un momento a otro las lágrimas surgen y nos sorprendemos llorando, cuál suele ser la respuesta inmediata de nuestro interlocutor: “no llores, debes estar tranquilo”. Error. Las emociones deben vivirse. Si logramos “llorar” y canalizar aquello que sentimos, entonces más rápido saldremos de la tristeza. En cambio si reconocemos una emoción que nos brinde bienestar, será óptimo mantenerla en el tiempo.

¿Por qué otra razón son importantes las emociones?, ellas tienen el rol y capacidad de “comunicar”. Una conversación entre dos personas o más no sólo está determinada por las palabras, su contenido e intencionalidad, ni por las conductas que los individuos tomen a partir de este ejercicio, sino también por dicha “conversación invisible” que se expresa mientras interactuamos o al conseguir esa “coincidencia” que ofrece el conversar.

La conversación invisible es el conjunto de emociones que están presentes al momento de comunicarnos, están en el ambiente y son proyectadas por quienes se están comunicando. Es decir, si las personas interactúan, las emociones también lo hacen, algunas -emociones- logran coincidir o empatizar entre si, otras llevan al desencuentro o a la imposibilidad de “acuerdos” entre los individuos.

En este caso para lograr un proceso donde ambos o más personas se sientan integradas al momento comunicacional que las ha reunido, es necesario una sensibilidad, observación y consideración para reconocer, distinguir e identificar esa melodía emocional que se instala cuando se comunican. Al percibirla, al ver aquello que sin ser material determina nuestra forma de empatizar y de entender a la persona que comparte un momento de intercambio y fusión con nosotros, es cuando comprendemos el poder, sentido y valor de las emociones.

Sin duda, las emociones modelan nuestro estar en el mundo. Ejemplo de ello son los niños que de manera natural “ríen” unas trecientas veces sin parar, de todo y por todo durante el día, mientras los adultos “sonríen” más de cien veces al día y los menos alegres unas quince veces. Ciertamente un niño y un adulto son distintos, con vivencias, tiempos e historias examinadas desde una comprensión propia de las edades. Sin embargo ambos traen consigo la capacidad de estar “alegres” y con ello intervenir su fisiología. Es más, reírnos a carcajadas produce endorfinas que suelen calmar nuestros apremios y nos brindan una sensación de bienestar. Retomamos la pregunta nuevamente: ¿por qué otra razón son importantes las emociones?.

La presencia inevitable de las emociones y su observación nos permiten el cocimiento de la naturaleza humana, de ese entorno lejano, cercano y de nosotros mismos. La emoción aquí se transforma en un canal de conocimiento, de modelación, de una lectura profunda sobre lo que sucede en este “presente” donde logramos comunicarnos, tu y yo, nosotros en una reunión para alcanzar un acuerdo, para percibir en qué estado se encuentra una comunidad y qué melodía emocional componer para saltar los obstáculos y hacer surgir la potencia humana.

martes, 9 de febrero de 2010

Identidad en las comunidades virtuales y sus redes

por Mariluz Soto Hormazábal

I. Comunidades virtuales

Las comunidades virtuales son el gran actor de la época, con posibilidades virtuales de expansión, se han convertido en nuestros nuevos ojos, oídos y boca, nos expresamos a través de ellas, decimos lo que estamos pensando o qué está pasando.
Extensión de nuestros sentidos, mouse, teclado, pantalla, aplicaciones virtuales, post o comentarios, un nuevo lenguaje que configura el habitar en la red, pertenecer a una comunidad de interacción de usuarios, en el que el objetivo común es sólo estar en la misma red.
Las comunidades virtuales son un proceso de comunicación entre las personas, es la capacidad de ser más allá que sólo un visitante u observador pasivo, la posibilidad de comentar, participar, manifestar un interés, encontrarse con otras personas con igual preferencia o gusto en el espacio virtual.
La preocupación por la construcción de una comunidad que utilice de manera eficiente la tecnología y la apertura a los nuevos canales de comunicación, ya era una preocupación en el año 1999, con el libro “Comunicología: de la aldea global a la comunidad global”, Mauricio Tolosa anticipó que la oportunidad que nos ofrece la tecnología actual de construir una humanidad que celebre la diversidad y que vea en el otro una oportunidad de desarrollo, podría pasar a ser una utopía nostálgica, si no ponemos atención a los procesos de comunicación entre las personas.
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