por Andrea Vial
Directora Escuela de Periodismo UAH
Directora Escuela de Periodismo UAH
Salir a la calle a reportear una tragedia con más de 80 muertos no es tan simple. En momentos de caos, miedo, angustia y desinformación, los periodistas son los ojos, los oidos, y sobre todo la boca y la inteligencia de sus audiencias. ¿Por qué entonces no saben reaccionar frente al dolor? ¿Por qué olvidan cómo se trata a una persona que está experimentando una situación límite?
Probablemente, si juntamos todo lo que sucedió este año, se podría elaborar el mejor texto escolar sobre Chile contemporáneo. Las tragedias y las victorias del Bicentenario han revelado mejor que nadie sobre qué miserias y bellezas estamos construidos. Lo mismo podríamos decir del periodismo audiovisual. Si seguimos el hilo narrativo de las historias que nos conmovieron el 2010 y la forma como la televisión se hizo cargo de ellas, podemos entender dónde estamos, cuánto hemos avanzado y qué falta hacia adelante.
Al igual que en una operación DEYSE, ese plan organizado que permite prepararse para una emergencia, y cuya única gracia para que valga la pena es haberlo practicado antes del incendio o el terremoto, el periodismo también cuenta con manuales de ese tipo. El problema es que a diferencia de la operación DEYSE ensayada en el colegio, pareciera que nosotros solo lo leímos una vez (si es que lo hicimos en la Universidad) y nunca nos pusimos “en situación”, antes de reaccionar a un hecho noticioso de enormes consecuencias.
Salir a la calle a reportear una tragedia con más de 80 muertos no es tan simple. No basta con hablar bien ante una cámara, tener personalidad y formular un par de preguntas en forma coherente. Y ya eso no es poco. De hecho, la gran mayoría de los televidentes no sería capaz de hacer bien ninguna de esas tres cosas. El tema es que a los periodistas, precisamente por la responsabilidad que conlleva el oficio que ejercen, se les exige mucho más. En momentos de caos, miedo, angustia y desinformación, ellos son los ojos, los oidos, y sobre todo la boca y la inteligencia de sus audiencias. ¿Por qué entonces no saben reaccionar frente al dolor? ¿Por qué olvidan cómo se trata a una persona que está experimentando una situación límite? ¿Por qué se exponen a que los humillen con un manotazo en pantalla, como fue la bofetada que recibió la periodista de Chilevisión Mónica Sanhueza?
Está claro que es necesario mostrar el dolor. Es fundamental hacerlo. Solo así, como lo expresa el autor que muchos periodistas estudiamos, Eduardo Terrasa, el público puede compadecerse y padecer con el que sufre. El punto es que el dolor es una expresión de intimidad y como parte de la intimidad, dice Terrasa, debe existir consentimiento de quien sufre para compartir esa pena. Y eso es lo que la televisión ayer no respetó. Bastaba con preguntar fuera de cámara a una madre si quería hablar de su hijo. Ese mínimo gesto hace la diferencia, más bien la deferencia.
Peor lo que hizo Megavisión. Mostrar los cuerpos captados por una cámara de celular, mientras funcionarios de la PDI intentaban verificar su identidad, traspasó todos los límites. Creo que esa decisión, de una falta de caridad sin nombre y un exquisito mal gusto, será probablemente sancionada por el Consejo Nacional de Televisión. Que nadie se atreva a enarbolar la bandera de la libertad de expresión para defender una conducta que hace rato deberíamos condenar sin excepciones. ¿Se habría atrevido el canal a mostrar esos cadáveres semi desnudos si hubiesen correspondido al de jóvenes de un colegio de La Dehesa?
Otra práctica que llama la atención es el descuido en la elección de las fuentes. La tecnología permite que hoy existan muchos reporteros ciudadanos cooperando con los medios, pero eso no significa que el periodismo tenga que olvidar su rol de aduana entre lo que es interesante y lo que es relevante. Si logramos que un testigo llame desde el interior de la cárcel para dar su testimonio, las preguntas deberán ir de acuerdo a lo que esa fuente es, un testigo interesado, y no un experto que explica con lujo de detalles las causas técnicas de un problema que no domina. Sus opiniones son válidas, por cierto. Pero el ideal sería que el aporte estuviera por el lado de lo que está ocurriendo, de cómo escapó él, que describa aquello que ve y que nosotros no apreciamos.
El verdadero aporte del periodismo no estuvo en esas eternas entrevistas por celulares, más bien estuvo cuando Jorge Hans se sorprendió con la confesión del Presidente de los Funcionarios Penitenciarios, Pedro Fernández, en el sentido de que había solo cinco gendarmes a cargo de toda la torre 5, o cuando apareció la fiscal Maldonado desencajada y algo furiosa criticando a todos los gobiernos, o cuando el Intendente de Santiago con voz tiritona le dijo a los periodistas que el terrón de barro que tenía en sus ojos era comprensible y que no tenía ninguna importancia. Esas eran las fuentes que valían la pena, las que tenían que dar la cara sin concesiones. Y a las que había que poner contra las rejas una y otra vez porque para eso son autoridades, para mandar, tomar decisiones y responder por ellas. Las otras fuentes, las del dolor, las hubiésemos querido en silencio, con el respeto del sonido ambiente. Con esas solo debíamos llorar; con las otras, encontrar explicaciones. Y cuando se llora, se llora, no se habla; en cambio, cuando se requieren respuestas, se pregunta, se indaga, se buscan datos.
Para lograr lo segundo, esos reporteros, cansados, agobiados y cargados de emociones, necesitan ayuda. Necesitan cabezas frías que tomen decisiones por ellos. Y allí están los editores. Están en las salas de control, alejados del hervidero, en la racionalidad del mando. ¿Cumplieron los editores? ¿Les soplaron al oido información de calidad a sus reporteros? ¿Los pauteraon con preguntas adecuadas en la medida que avanzaba la noticia? ¿Citaron al estudio a los expertos que pudieran ir dando contexto a todo lo que estaba sucediendo? Así trabaja la BBC. Esa cadena que tanto nos sorprendió en el rescate de los mineros. Sus reporteros en cámara no son unos sabiondos. Sus talentos son la suma de su encanto y empatía comunicacional con la capacidad intelectual propia y la de sus asistentes. A cada minuto los están alimentando con información dura, con datos frescos, chequeados y contrachequeados, lo que les da seguridad y un desplante inigualable en pantalla. Eso es trabajo en equipo. Es profesionalismo, es tomarse muy en serio el rol que les tocó jugar en la sociedad.
Nada indica que tragedias como las que hemos experimentado no estallen en cualquier minuto. Sería interesante practicar ahora el plan DEYSE. Junto con repasar algunas orientaciones programáticas, procede revisar lo que se hizo bien (para reforzarlo), corregir los errores y preparar los escenarios futuros. No es tan difícil adivinar que los aviones se van a caer, que los hospitales pueden colapsar, que algún corrupto vestido de gente anda suelto planeando alguna maldad o que el narcotráfico se puede mandar un numerito. El periodismo es un oficio demasiado sagrado como para no tomarlo con la seriedad que se merece. Sin embargo y pese a todo, creo que cuando revisemos este año llegaremos a la conclusión de que somos más libres gracias al desempeño de muchos buenos periodistas.
Probablemente, si juntamos todo lo que sucedió este año, se podría elaborar el mejor texto escolar sobre Chile contemporáneo. Las tragedias y las victorias del Bicentenario han revelado mejor que nadie sobre qué miserias y bellezas estamos construidos. Lo mismo podríamos decir del periodismo audiovisual. Si seguimos el hilo narrativo de las historias que nos conmovieron el 2010 y la forma como la televisión se hizo cargo de ellas, podemos entender dónde estamos, cuánto hemos avanzado y qué falta hacia adelante.
Al igual que en una operación DEYSE, ese plan organizado que permite prepararse para una emergencia, y cuya única gracia para que valga la pena es haberlo practicado antes del incendio o el terremoto, el periodismo también cuenta con manuales de ese tipo. El problema es que a diferencia de la operación DEYSE ensayada en el colegio, pareciera que nosotros solo lo leímos una vez (si es que lo hicimos en la Universidad) y nunca nos pusimos “en situación”, antes de reaccionar a un hecho noticioso de enormes consecuencias.
Salir a la calle a reportear una tragedia con más de 80 muertos no es tan simple. No basta con hablar bien ante una cámara, tener personalidad y formular un par de preguntas en forma coherente. Y ya eso no es poco. De hecho, la gran mayoría de los televidentes no sería capaz de hacer bien ninguna de esas tres cosas. El tema es que a los periodistas, precisamente por la responsabilidad que conlleva el oficio que ejercen, se les exige mucho más. En momentos de caos, miedo, angustia y desinformación, ellos son los ojos, los oidos, y sobre todo la boca y la inteligencia de sus audiencias. ¿Por qué entonces no saben reaccionar frente al dolor? ¿Por qué olvidan cómo se trata a una persona que está experimentando una situación límite? ¿Por qué se exponen a que los humillen con un manotazo en pantalla, como fue la bofetada que recibió la periodista de Chilevisión Mónica Sanhueza?
Está claro que es necesario mostrar el dolor. Es fundamental hacerlo. Solo así, como lo expresa el autor que muchos periodistas estudiamos, Eduardo Terrasa, el público puede compadecerse y padecer con el que sufre. El punto es que el dolor es una expresión de intimidad y como parte de la intimidad, dice Terrasa, debe existir consentimiento de quien sufre para compartir esa pena. Y eso es lo que la televisión ayer no respetó. Bastaba con preguntar fuera de cámara a una madre si quería hablar de su hijo. Ese mínimo gesto hace la diferencia, más bien la deferencia.
Peor lo que hizo Megavisión. Mostrar los cuerpos captados por una cámara de celular, mientras funcionarios de la PDI intentaban verificar su identidad, traspasó todos los límites. Creo que esa decisión, de una falta de caridad sin nombre y un exquisito mal gusto, será probablemente sancionada por el Consejo Nacional de Televisión. Que nadie se atreva a enarbolar la bandera de la libertad de expresión para defender una conducta que hace rato deberíamos condenar sin excepciones. ¿Se habría atrevido el canal a mostrar esos cadáveres semi desnudos si hubiesen correspondido al de jóvenes de un colegio de La Dehesa?
Otra práctica que llama la atención es el descuido en la elección de las fuentes. La tecnología permite que hoy existan muchos reporteros ciudadanos cooperando con los medios, pero eso no significa que el periodismo tenga que olvidar su rol de aduana entre lo que es interesante y lo que es relevante. Si logramos que un testigo llame desde el interior de la cárcel para dar su testimonio, las preguntas deberán ir de acuerdo a lo que esa fuente es, un testigo interesado, y no un experto que explica con lujo de detalles las causas técnicas de un problema que no domina. Sus opiniones son válidas, por cierto. Pero el ideal sería que el aporte estuviera por el lado de lo que está ocurriendo, de cómo escapó él, que describa aquello que ve y que nosotros no apreciamos.
El verdadero aporte del periodismo no estuvo en esas eternas entrevistas por celulares, más bien estuvo cuando Jorge Hans se sorprendió con la confesión del Presidente de los Funcionarios Penitenciarios, Pedro Fernández, en el sentido de que había solo cinco gendarmes a cargo de toda la torre 5, o cuando apareció la fiscal Maldonado desencajada y algo furiosa criticando a todos los gobiernos, o cuando el Intendente de Santiago con voz tiritona le dijo a los periodistas que el terrón de barro que tenía en sus ojos era comprensible y que no tenía ninguna importancia. Esas eran las fuentes que valían la pena, las que tenían que dar la cara sin concesiones. Y a las que había que poner contra las rejas una y otra vez porque para eso son autoridades, para mandar, tomar decisiones y responder por ellas. Las otras fuentes, las del dolor, las hubiésemos querido en silencio, con el respeto del sonido ambiente. Con esas solo debíamos llorar; con las otras, encontrar explicaciones. Y cuando se llora, se llora, no se habla; en cambio, cuando se requieren respuestas, se pregunta, se indaga, se buscan datos.
Para lograr lo segundo, esos reporteros, cansados, agobiados y cargados de emociones, necesitan ayuda. Necesitan cabezas frías que tomen decisiones por ellos. Y allí están los editores. Están en las salas de control, alejados del hervidero, en la racionalidad del mando. ¿Cumplieron los editores? ¿Les soplaron al oido información de calidad a sus reporteros? ¿Los pauteraon con preguntas adecuadas en la medida que avanzaba la noticia? ¿Citaron al estudio a los expertos que pudieran ir dando contexto a todo lo que estaba sucediendo? Así trabaja la BBC. Esa cadena que tanto nos sorprendió en el rescate de los mineros. Sus reporteros en cámara no son unos sabiondos. Sus talentos son la suma de su encanto y empatía comunicacional con la capacidad intelectual propia y la de sus asistentes. A cada minuto los están alimentando con información dura, con datos frescos, chequeados y contrachequeados, lo que les da seguridad y un desplante inigualable en pantalla. Eso es trabajo en equipo. Es profesionalismo, es tomarse muy en serio el rol que les tocó jugar en la sociedad.
Nada indica que tragedias como las que hemos experimentado no estallen en cualquier minuto. Sería interesante practicar ahora el plan DEYSE. Junto con repasar algunas orientaciones programáticas, procede revisar lo que se hizo bien (para reforzarlo), corregir los errores y preparar los escenarios futuros. No es tan difícil adivinar que los aviones se van a caer, que los hospitales pueden colapsar, que algún corrupto vestido de gente anda suelto planeando alguna maldad o que el narcotráfico se puede mandar un numerito. El periodismo es un oficio demasiado sagrado como para no tomarlo con la seriedad que se merece. Sin embargo y pese a todo, creo que cuando revisemos este año llegaremos a la conclusión de que somos más libres gracias al desempeño de muchos buenos periodistas.
Artículo publicado en sitio Puroperiodismo
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